Conocer las Torres del Paine es algo violentamente contrastante para cualquier persona de ciudad
Vientos repentinos de 40 nudos doblegan todo a su paso. Copiosas precipitaciones de nieve y lluvia aguardan en las altas latitudes y el impetuoso sonido de los ríos patagónicos es constante. Las personas inician su recorrido por el Parque Nacional Torres del Paine de distintas formas y con distintos fines. Sin embargo, todas arrastran un gran denominador común, la particular sensación de libertad, de regreso hacia la naturaleza.
Montañas, glaciares, eternas estepas patagónicas, violentos ríos de deshielo y calmados lagos. Zorros, guanacos, cóndores y pumas; todo convive armoniosamente en un mismo lugar. A lo largo de los días que duran los trekkings, la naturaleza se encarga de atrapar a cada uno transformándolo en una pieza más del rompecabezas de la vida. Sentir los vientos, oír los sonidos de la fauna, avistar a los animales, atravesar las distintas vegetaciones; son cosas que se tornan comunes durante estos días y que mantienen perseverantes a quienes anhelan llegar hasta las cumbres.
Finalmente, los calambres y el agotamiento son rápidamente olvidados al momento de sentir desplegarse ante sus ojos estas torres. Una descomunal elevación de la corteza terrestre que la erosión se ocupó de esculpir hasta formar estas cumbres de roca y hielo de dos mil metros de altura. En el siglo pasado, el explorador italiano Alberto De Agostini describió este lugar de forma muy clara: “El macizo del Paine adquiere tan misteriosa majestad y belleza que fascina poderosamente el espíritu. Los tonos azules y violetas de sus quebradas contrastan vivamente con el rosado y bermejo de sus torres y pirámides atrevidamente lanzadas hacia el azul del cielo”. Quizás, hoy, presenciar una puesta del sol en Las Torres basta como para poder remitirse a las sensaciones que De Agostini experimentó 100 años atrás…